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Un maestro en las epifanías del desvío

Por Matias Serra Bradford

El de Bonnefoy es un tenue tratado de percepción y de procedimientos poéticos. De a ratos, de una poética ligeramente abstracta, como suele darse en él. Lo curioso es que suelta ideas, pero no se ufana de ellas. Lo que busca son más bien aproximaciones, rodeos. El autor de Principio y fin de la nieve siempre tarda en llegar a destino. Prefiere dar una vuelta teórica o histórica antes de hincar un colmillo en el plato del día: lo precario, lo ambiguo, lo indefinible. La disquisición innecesaria, la subordinada, es la que a menudo da pie al sintagma imborrable. Quizá eligió seguir el ejemplo del fenomenal error de Proust: desviarse del camino y desviarse a su vez de éste, y así sucesivamente, hasta que la forma y el espacio fueran inventados por los desvíos. No es ajeno a cierto temperamento francés creer tenazmente en ciertos deslices.

El territorio interior (Sexto Piso, 2014) tantea lugares que equivalen a pasajes, un intersticio, “algún repliegue de la apariencia”. Bonnefoy halla lo prometido en el título “cuando un camino se eleva y me muestra, a lo lejos, otras sendas entre las piedras, otros pueblos visibles; cuando el tren se desliza sobre un angosto valle, en el crepúsculo, y pasa frente a unas casas en las que, de vez en cuando, una ventana se ilumina”. Un monasterio en Córcega, un pueblo fortificado del Cáucaso, la isla italiana Capraia en el mar de Liguria, el sur de la Toscana, un campanario florentino, Apecchio en Pesaro y Urbino – “la región fabulosa donde es posible pasar cerca del centro, aunque no podamos verlo”–, son otros ejemplos de ese dominio esquivo, así como imágenes de Poussin y Degas, de Piero, Mantegna y Uccello.

Bonnefoy presenta un relato como suspendido, etéreo, tras las huellas de un punto cardinal inédito, un “lugar verdadero” entre un recodo de naturaleza indócil, la geografía nocturna del sueño y cierta pintura y paisajes italianos: “Soy sensible a las guías de viaje, al menos a las que están impresas en una letra minúscula, en densos párrafos, donde casi cada pueblo puede proponer su enigma”. Es esto lo más narrativo que este poeta se atrevió a ser, a cambio de permitirse las virtudes de la gratuidad: que no se sepa bien por qué un escritor está contando lo que el lector está leyendo, y que se repliegue detrás de lo que cuenta, aunque no llegue a ser lo que comúnmente se entiende por historia: “objetos misteriosos que encuentro en una iglesia, en un museo, y que me obligan a detenerme como ante una encrucijada. Basta con que algo me conmueva; puede ser lo más humilde: una cuchara de estaño, una caja de hierro oxidado con sus imágenes de otro siglo, un jardín entrevisto a través de arbustos”.

El ámbito de Bonnefoy es lo retirado, lo entrevisto, lo insinuado. La incertidumbre con respecto al propio trabajo es mucho mayor en la ficción que en el ensayo, en el que se cree estar haciendo, al menos, algo útil, o en apariencia concreto, pero Bonnefoy apuesta por un ensayo en el que reina la vacilación, el florecimiento de lo desconocido. Acaso por eso Dios aparece en sus líneas como un signo de puntuación amable, que facilita las transiciones. Podría definirse como “prosa de manuscrito” a la que desea conservar esa levedad –uno de sus últimos libros se titula Retratos a las tres tizas –, esa indecisión, en la versión final de un escrito.

Lo que seduce en autores como Bonnefoy, o en sus cómplices Philippe Jaccottet y Louis-René des Forêts, es una enajenación leve, de cualidad inasible, que les hace decir cosas misteriosas. Ocasiona, además, un enrarecimiento con respecto a sí mismo –para lo que en otras obras demostró estar dotado– y como en esos casos el libro resulta un enigma para el propio autor. Se las tendrá que ver con lectores que ruegan incertidumbre y lectores que leen para borrarla, mientras oigan un ofrecimiento indeclinable: “¿Y si son nuestras lecturas las que nos sueñan?”. Al igual que ciertas novelas de Emmanuel Bove, Bonnefoy provee un conocimiento indefinido, próximo a una clase de intuición recién estrenada, que fortalece al lector sin que por ello le pida a cambio signos visibles de vanidad. A lo mejor la pregunta final de Bonnefoy, que tanto incursionó en el arte y la naturaleza, sea: ¿puede una imagen –un árbol y su forma, por caso– perdurar y proliferar en el interior de quien la observó, y fortalecer a su portador con el correr de los días?

 

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